sábado, 4 de junio de 2011

El fin es el comienzo

Sospechosamente se encontraron un martes 13 hace unos años, en ese tiempo ella tenía 20 y el unos 33. A través de los años cumplieron con un acuerdo implícito, todos los trece de cada mes se encontrarían en el mismo café y a la misma hora. La única condición explícita era nunca entrar al café, el primer encuentro fue fuera de él y, por ende, los demás también.
Pasaban las horas que se hacían días, los siete días amigos que juntos formaban una semana y de semana a semana se formaron meses, los meses lograron formar años. 
Irene, que ya no era aquella joven estudiante de Artes Visuales pero que todavía no había perdido ese aire infantil que la caracterizaba, a menudo se preguntaba por qué mantenía estos encuentros. Muchas veces consideró no ir pero cuando se acercaban las seis de la tarde del trece de aquel mes, se encontraba tomando el colectivo que la dejaría cerca.  Y en el colectivo siempre pensaba lo mismo:
“Yo ya no tengo 20 años, esto no puede ser. Yo tengo una carrera, un trabajo, una vida, un novio, una familia que espera lo mejor de mí y ya ansían hasta mis nietos. No puedo seguir con esto. Irene, no podes. A parte, no entiendo qué te gusta de este viejo. Porque realmente Ire, te llevas 13 años con Juan. Encima es separado, hay algo de los separados que no me gusta. ¿El fracaso? Ay, no, cómo puedo estar pensando esto de Juan, pobre. No, no, no, pobre nada. Este tipo se cree que tiene 17 años, no sé qué le pasa, ya tiene casi 43 años y no sé cómo me sigue enganchando en esto. No sé en qué pienso cada vez que voy a verlo. Para colmo, pierdo dos horas cada mes en este boludo. Ya está, hoy le vas a decir que se terminen los jueguitos porque vos te vas a hacer respetar. Eso mismo, hoy me hago respetar.”
Y nunca le decía que ese sería su último encuentro.
Cada vez que lo veía a Juan en la esquina del café se le revolvía el estómago, tal como aquella primera vez.  Es que él era perfecto. Alto, de físico modesto y dueño de una belleza atemporal. Su forma de vestirse era lo que más le gustaba, parecía salido de una foto de los sesenta. Ay, esa forma exquisita de hablar, esos ojos, esas manos que acariciaban su cintura como ningún otro. Irene lo veía a Juan y todo su diálogo interior sobre ponerle fin a los encuentros se hacía polvo.
Irene no sabía que sentir exactamente sobre Juan, no sabía si lo suyo era amor o era una obsesión. Pero le encantaba. Por eso, a pesar de quejarse todos los trece de cada mes y recitar el mismo estúpido e inservible monólogo, Irene caminó felizmente esas dos cuadras desde la parada del colectivo hasta el café. Sus pasos denotaban su felicidad, la ansiedad por lo que vendría, la necesidad de verlo otro vez, las expectativas que se cumplían a penas lo veía en la esquina del café. Excepto esta vez.
Esta vez llegó al café a las seis en punto, hoy cumplirían diez años de su primer encuentro, pero Juan no estaba. Él no estaba allí esperándola, recostado sobre la pared, él no estaba para encontrar su mirada ni para que sus manos bailen con su cintura. No había ningún rastro de Juan.
Por primera vez en diez años, Irene tuvo que esperar. Esperó dos horas sentada en frente al café, las dos horas más largas de su vida. Ningún poema de Gelman se le aparecía en la mente para recitar, ninguna imagen para dibujar en su anotador. Nada.
Decidió pararse y buscar, recorrió los negocios alrededor del café pero ninguno lo había visto. Estaba segura que Juan no vendría, supuso que este era su fin.  Hasta que, instintivamente, se acercó al café.
Y, finalmente, lo vio. Juan estaba sumido en un libro, con su típico cigarrillo en mano y un café en la mesa. Agudizó la vista y pudo observar con detalle que él tenía el separador que ella le había pintado cuando todavía no se animaba a hablar mucho, cuando pensaba en Juan sin darse cuenta que lo estaba haciendo.  Miró a Juan una última vez y decidió marcharse, después de todo su acuerdo era encontrarse todos los trece de cada mes afuera del café, nunca adentro. Confirmó que esa era una señal del fin. Durante ese breve lapso que duró la mirada, Juan la encontró. La encontró como lo hacía siempre, sin quererlo pero ansiándolo, buscando un propósito, mirando con ese deje de tristeza pero también con deseo y al encontrarla, la agarró.
Se paró sin medir su fuerza y caminó rápidamente hacia la puerta del café, afuera llovía torrencialmente como aquel primer martes trece de hace años pero ella no tenía voluntad alguna de entrar, hasta que Juan cambió las cosas.
Abriendo la puerta con una mano e invitándola con la otra le dijo: “Pensé que te darías cuenta que te estaba esperando adentro. Vamos, entrá, que este no es el fin sino el principio.”

Julieta Agustina Lucero.
19/05/2011

1 comentario:

  1. Excelente Juli!!!!!!! Me encantó!! Me pone muy feliz que estes haciendo algo tan lindo y que te guste tanto!! Por muchos más!
    Te quiero mucho!!

    Rafa

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